martes, 11 de junio de 2013

Para mi querida amiga PJS:

Había una vez un señor llamado Pedro que tenía su casa enclavada en lo más lejano de una colina, justo al lado de un camino poco conocido, donde usualmente no transitaba nadie más que los pastores camino al monte.
En donde no había ningún árbol ni much
o menos una sombra que apaciguase las cálidas tardes del norte.
Entonces pasó un viajero con un hermoso sombrero de paja, engalanado con un cuezco de durazno ensortijado en una pluma azul que engarzaba una cinta azul que le distinguía desde lejos. Mientras el viajero en su descuidado rumbo al sur divagaba entre las preocupaciones que tenia, muy grandes para él, pero superfluas para nosotros, se vino una gran ventolera, como esas que corren en el verano mientras el viajero pasaba lo más cercano a la casa, lo más cercano que su ruta le permitía. La miro de reojo mientras se alejaba sin darse cuenta que el viento le arrebataba su maravilloso sombrero, broche de su engalanada vestimenta.
Quiso Dios que el sombrero volase hasta un par de metros de la casa, cayendo apuntando al suelo. Viéndose protegido por el sombrero, el cuezco cayó en una grieta del terreno y viéndose aprisionado por los terrones quiso el destino que germinase.
Pasaron los días y Don Pedro notó que algo había cerca del muro, se acercó y encontró el sombrero. Primero pensó en ver que era y al removerlo vio un pequeño brote. El corazón de Pedro se compadeció del pequeño brote y desde entonces se preocupó más que de él mismo por asegurarse que este brote siguiera vivo. Al comienzo lo protegió con el sombrero, luego cuando el sombrero ya era muy pequeño le puso una varilla para que pudiese surgir derecho. Luego unas rocas le protegieron del viento, una plancha de Zinc doblada le tapaba de las heladas ya que Pedro ponía y retiraba la lata cada día.
Sin saber de donde obtenía el agua o la humedad para sobrevivir Pedro pensaba para sí que esta plantita era suya, cuidándola, limpiándola y abrigándola por las noches, por lo que comenzó a disfrutar cada día que podía de ella. Llegó un momento que empezó a surgir un árbol frondoso y cálido que daba una sombra en verano y unas flores en primavera que pronto le cambiaron el paisaje a la zona. Pedro siempre pensó que el regalo de la semilla lo era todo para él, sin darse cuenta que fue su propio esfuerzo y los delicados cuidados que le dio a la planta los que en si hicieron que esta germinase y se convirtiera en el frondoso árbol que hoy adorna las postales.